Sangre y sudor, supongo que son las dos palabras que mejor definirían el tipo de vida que había llevado hasta entonces.
En una de las contiendas en las que se lucha para conseguir lo de siempre, poder y territorio, fue apresado, y posteriormente juzgado.
Todos los apresados fueron condenados a morir, todos excepto él. Quizás fue por su fama de repudiado, violento, desconfiado y sin raices, o quizás por el reconocimiento de su osadía, valentía, y el no tener convicciones.
Le fue salvada la vida a cambio de desempeñar un papel maldito, ser guardían de Maia, doncella cuya belleza tenía un efecto semejante al del canto de las sirenas.
Cuando entró en la estancia, recordó las reglas, prohibido mirar, hablar, y evitar que nadie entre ni salga del dormitorio durante la noche. No parecía complicado. Entró con gesto lento y se sentó en la silla reservada a su uso, de cara a la pared y de espaldas al resto.
Ella lo miró con curiosidad y desdén. Mimada y pretenciosa, despectiva, y altiva, despreciaba a los hombres por considerarlos simples siervos. Pero pudo más la curiosidad:
- ¿Quién eres?¿Cómo te llamas?
Él calló y ella insistió:
- ¿Cómo te llamas, mercenario?
Él se giró y se cruzaron las dos miradas frío metálico. Él calló pero su orgullo contestó:
- Para ti, Don Nadie.
Ella pareció recibir con agrado la contestación, porque con una sonrisa en los labios, se dispuso a irse a dormir.
Las noches se sucedían.
Los ratos en que aprovechaba para maldecir su suerte, para maldecirse a si mismo, dieron paso a momentos para pensar sobre si mismo.
El ego de Maia no podía permitir no tener poder sobre esa silueta en claroscuro que se mantenía siempre de espaldas, y empezó a buscar excusas para que él tuviera que girarse y mirarla, ayudar a mover el escritorio porque se le había caído algo por detrás, mirar debajo de la cama porque había oído un ruido sospechoso...
Y cuanto menos caso le hacía, más empeño ponía en esos menesteres.
Empezó a jugar a un juego vil, se acercaba a él por detrás y le hablaba desde muy cerca, sólo la vibración de las palabras rozaban su oreja, su nuca, su espalda...
Él, sabiendo la importancia de ello, se mantenía intacto, inerte, inamovible, impasible, pero por dentro todo se revolvía y retorcía.
Y poco a poco se acostumbraron a ese ritual.
Los días se sucedieron, hasta que en uno de ellos, él le dijo:
- Pronto no tendrás que aguantarme, pronto habré cumplido con los dos años de castigo.
Silencio.
Ella lo miró y le dijo con desprecio:
- ¡Mercenario, no te he dado permiso para hablarme!
Y se fue a dormir.
Desde su puesto empezó a oir un sollozo.
La silueta en claroscuro se acercó al lecho.
- ¿Se encuentra mal? ¿Aviso a su Señora Madre?
-No es nada. ¡Déjame en paz!
Él volvio a su silla però le había acongojado la situación.
Siguieron los sollozos, y se volvió a acercar.
-Te he dicho que me dejes en paz. No soporto que me vean llorar.
Y mientras decía ésto de tan cerca, notaba pasar el viento de sus palabras a gran velocidad, lamiendo su cara.
- No sé si sabré estar sin ti.
Un momento de duda. Ella le toca la cara suavemente, con miedo pero con decisión. Los ojos no saben si seguir abiertos o cerrarlos para acabar de abandonarse.
Se besan.
Él hace un gesto de desagrado y se separa.
Ella lo mira con desconcierto:
- ¿Te lo has pensado mejor?¿O sólo te estabas riendo de mi?
- No, no es eso.
Y de un golpe de mano levantó su sayo, dejando al descubierto su sexo, cubierto de hierro.
- Duele.
Y sonrió con una medio mueca.
Dedicado a la pequeña insomne , a Jon Doe, ese chico de las historias íntimas, y a los que están ahí siempre, para lo bueno y para lo malo.
Foto: Marcelo Kohn